Más de 350 muertos, 2000 heridos y 14 toneladas de bombas fue el saldo de un bombardeo sobre Plaza de Mayo perpetrado hace 67 años, el 16 de junio de 1955, por la Aviación de la Armada y parte de la Fuerza Aérea como parte de una sublevación militar que buscó el derrocamiento de Juan Domingo Perón, que cumplía su segundo mandato como presidente constitucional de Argentina.

La asonada, cuyo objetivo principal era matar a Perón, desató una masacre que marcó el inicio de la violencia política que envolvería al país hasta bien entrados los años setenta, y que quedó finalmente impune.

Un año antes, el peronismo había triunfado en elecciones generales que se celebraron para elegir vicepresidente con el propósito de cubrir la vacante que se había generado en el cargo tras la muerte de Hortensio Quijano.

En verdad, el Gobierno pretendía conseguir respaldo popular ante un frente opositor creciente y cada vez más movilizado, compuesto por la Iglesia católica, la Sociedad Rural, y amplios sectores de las Fuerzas Armadas, principalmente la Marina.

El oficialismo se impuso con el 62,54% de los votos y quedó claro que Perón no podría ser derrotado en las urnas por las fuerzas opositoras.

A pesar del contexto de crisis económica, el peronismo se había empeñado en mantener la distribución del ingreso beneficiosa para los asalariados.

Los trabajadores conservaban un 53 % de participación en el PBI, una cifra única en la historia de América latina, y esto hacía que los sectores empresarios sumaran sus voces al descontento ante el rol protagónico que jugaba la CGT en la economía nacional.

Como parte de un creciente enfrentamiento con la Iglesia, el Gobierno había impulsado en 1954 una ley de divorcio, y, unos meses después, se suprimió la enseñanza religiosa en las escuelas públicas.

El 20 de mayo de 1955, se convocó a una Convención Constituyente con el propósito de declarar un Estado laico, y esa puja con el sector eclesial les dio a los militares golpistas la excusa para poner en marcha la conjura.

En abril de ese año, unos 200 mil católicos se movilizaron a Plaza Mayo en el marco de la celebración de Corpus Christi, un hecho político que entusiasmó a los antiperonistas y convenció hasta el más indeciso de que se podía derrocar al «tirano».

Durante la concentración, un grupo, que jamás resultó identificado, quemó una bandera argentina, y el Gobierno decidió que la insignia patria fuese «desagraviada» con una parada militar en Plaza de Mayo, el día 16 de junio.

En aquel jueves nublado y frío, una multitud contemplaba el desfile militar cuando, a las 12.40, el cielo se ensombreció ante la presencia de 40 aviones de la Aviación Naval y de la Fuerza Aérea que comenzaron a dejar caer bombas sobre una Plaza de Mayo repleta y buscaron también hacer blanco sobre la Casa Rosada.

Las aeronaves llevaban dibujados en su fuselaje la insignia «Cristo Vence», y en la primera de sus oleadas, una de las bombas impactó de lleno contra un trolebús repleto de pasajeros, dejando la primera gran cantidad de muertos de esa trágica jornada.

Perón se refugió en los subsuelos del edificio Libertador (sede del Ejército) y consiguió de esta forma salvar su vida, mientras, en las calles, la CGT movilizaba columnas a la Plaza y los sediciosos realizaban tres oleadas más de bombardeos que se dirigieron a la población civil.

El bombardeo cesó a las 17.40 y los atacantes huyeron a Uruguay, donde fueron recibidos por el presidente Luis Batlle, que les concedió asilo político.

Las tropas del Ejército que permanecían leales a Perón sofocaron el levantamiento por la tarde, cercando a los alzados en el Ministerio de Marina, que se rindieron ante el fracaso del golpe de Estado que habían lanzado.

En la noche, Perón pronunció un discurso pacificador, e instruyó la formación de un consejo de guerra para los golpistas.

Entre los acusados figuraba un joven teniente de navío: Eduardo Emilio Massera, quien integraría en 1976, en calidad de almirante, la junta militar que perpetró un genocidio planificado.

Manifestantes oficialistas enardecidos ganaron las calles por la noche y quemaron la Catedral Metropolitana y diez iglesias más en el centro de Buenos Aires.

Durante años, los opositores al peronismo condenarán esta reacción abyecta como algo peor incluso que el bombardeo contra la población civil.

En agosto, el consejo de guerra declaró culpables a los principales cabecillas de la rebelión, pero el Gobierno no pudo sofocar el clima insurreccional dentro de la Fuerzas Armadas que contaba con respaldo de amplios sectores civiles.

Finalmente, el 16 de septiembre, los golpistas se imponían tras días de enfrentamientos y Perón partía a un exilio que se prolongó hasta 1972.

La autodenominada Revolución Libertadora tomó el poder; proscribió al peronismo y comenzó a ejercer una dura represión hacia los trabajadores, que alcanzó su clímax durante los fusilamientos de 1956.

En el plano económico, los militares devaluaron la moneda, favoreciendo los intereses de los agroexportadores y suscribieron por primera vez un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI).

El recuerdo de aquella sangrienta jornada permanecerá vivo en la conciencia de la militancia peronista y es probable que los hijos de muchas de aquellas víctimas se hayan sumado de una u otro manera a la lucha política durante los 18 años de proscripción.