Estoy mirando pantallas durante toda mi jornada laboral desde, digamos, 1993. Las de entonces no eran tan bondadosas como las actuales. Al principio de fósforo ámbar o blanco, monocromáticas, y más tarde las voluminosas y pesadas a color. Pero nunca experimenté los problemas visuales que me anticiparon. Ni ojos secos, ni cansancio ocular, dolor de cabeza o visión borrosa. Cierto que me ocupaba de configurar aquellos monitores para que la frecuencia de actualización fuera lo más alta posible; incluso, recuerdo, me ocupaba de los de mis colegas en la Redacción, para que todas esa horas ante la pantalla no les resultaran tan extenuantes. Hoy es un dato obsoleto, pero cuanto mayor fuera la frecuencia de actualización, mejor. ¿Cómo te dabas cuenta? Porque si lo mirabas de lejos y con el rabillo del ojo (viejo truco astronómico), notabas cómo parpadeaba el monitor.

En total, cuando me quise acordar, me había pasado casi 30 años mirando pantallas, y nunca sufrí ni el más mínimo percance. Hasta ahora.

No lo noté de entrada. Y no podían ser los monitores. Hoy son de una calidad que casi compite con la del papel. Luego de décadas usando computadoras, podía sentirme tranquilo. Era un sobreviviente visual. Pero entonces llegaron la cuarentena y el aislamiento social. Al principio, hubo que adaptarse a esto de trabajar desde casa. Confieso que siempre preferí (y sigo prefiriendo) la Redacción. Me crié en un diario, así que esa orquesta sinfónica que es el lugar donde los periodistas trabajamos representa para mí la más pura normalidad.

Digo orquesta sinfónica porque visto de afuera puede sonar a que esto es un caos, y no, nada que ver. Cuando llega la hora de cierre, y del mismo modo que cuando el director da la señal de iniciar un concierto, todo cae en su lugar. Como una orquesta, las redacciones son la extraña y fascinante combinación de muchas voluntades individuales, cada una con una personalidad muy fuerte e idiosincrasias y formas de ser muy diversas, que, sin embargo, se amalgaman a la perfección para conseguir un objetivo sumamente complejo.

Pero llegó la cuarentena y, con un poco de paciencia y la esperanza de que iba a durar mucho menos de lo que viene durando (y la pandemia, en mi opinión, está lejos de cesar; ojalá me equivoque), empecé a hacer todo desde esta enorme y sólida mesa de trabajo que me acompaña desde hace muchísimos años. Se estaba preparando lentamente el caldo de cultivo perfecto para que, por primera vez, experimentara una situación visual. No voy a decir que ha sido estrictamente un problema. Pero algo pasó.

En perspectiva

Y lo que pasó no tiene nada que ver con el trabajo en sí. Es verdad que, como vine con el insufrible gen perfeccionista, les dediqué a las notas más horas que antes. Pero, ¿de dónde salía ese tiempo extra? De dos lugares: del traslado y del invierno.

¿El invierno? Sí, ya van a ver. Vamos primero por el traslado. Luego de un número de horas en la Redacción, antes de la pandemia, me subía a mi coche y manejaba entre 30 minutos y una hora hasta llegar a casa (el plazo dependía de si ese día habíamos tenido otro mentecato que quiso hacerse el pícaro con las leyes de la mecánica clásica). Pasaba, así, de enfocar la vista a unos 60 o 70 centímetros de distancia a enfocarlos a decenas de metros allá adelante, en la autopista. Más todavía, le daba a mi vista un poco del antiguo y nunca bien ponderado 3D del mundo real. Eso, súbitamente, cuando llegó la cuarentena, se esfumó.

Ahora, iba de la pantalla de mi estudio a otra pantalla en la cocina. O de la pantalla en la cocina a ocuparme de mis plantas. Etcétera. Poco 3D y casi nunca enfocaba la vista a larga distancia. ¿Pero no salía ni siquiera un rato al jardín?

Poco y cada vez menos, que es donde entra el invierno. Aquí donde vivo puede ponerse bastante crudo, de modo que excepto por breves períodos, tampoco salí demasiado. No es que nunca pusiera mi vista en algo lejano, pero de ningún modo duraba un par de horas por día, todos los días. Se habían evaporado además el cine, el teatro, el supermercado, el vivero y todos los demás comercios. Salvo dos o tres veces durante toda la cuarentena, cuando tuve que ir a la farmacia, mi vista se mantuvo fija a corta distancia. El aula, de nuevo, estaba en la pantalla. Los libros se leen de cerca. Sin advertirlo, había dejado de emplear mis ojos para ver de lejos casi en un 90 por ciento.

Entonces llegaron (lentamente, este año) los días lindos. Una tarde nos fuimos al muelle a darle de comer a los peces, y, por hábito, me puse los lentes que uso para ver de lejos. Me los recetaron no mucho antes de la pandemia y vinieron a cambiar otros que había usado durante más de 15 años. Solo que ahora no veía nada.

Exagero. No es que no viera nada, pero sin duda veía mejor sin las gafas. Sobre todo, sentía que mi vista agradecía el volver a mirar de lejos. “Los ojos están haciendo un esfuerzo menor cuando mirás de lejos –me confirma el oftalmólogo Eduardo Núñez, con quien hablé en la semana; respecto de los cambios en mi percepción, me tranquiliza:– En un adulto, ninguna de estas alteraciones va a ser permanente.”

Eso sí, Núñez alerta que en los chicos muy chicos, menores de seis años, un exceso de pantallas, es decir, de mirar de cerca, puede traer como consecuencia una miopía permanente. El escenario, queda claro, se ha complicado más todavía, porque también los chicos se han visto privados de mirar de lejos en plazas, aulas y demás. Es un llamado de atención para los padres, con o sin cuarentena.

Era un hecho, pues, que muchos meses de mirar casi todo el tiempo de cerca impuso a mis ojos un esfuerzo extra y sostenido.

Antes de terminar de conversar le pregunto si hay algún antecedente de que una persona haya pasado siete u ocho meses sin usar sus ojos para ver de lejos (salvo por períodos muy breves). “No –me responde–, es la primera vez que pasamos por esto.” Muy cierto, y en muchos sentidos.

Núñez y un oftalmólogo amigo, con quien también conversé en la semana sobre este asunto, me recuerdan las regla 20-20-20, que viene de los países de habla inglesa y usa el sistema métrico imperial. Se traduce así: cuando uno está trabajando con pantallas, cada 20 minutos hay que mirar durante 20 segundos a 20 pies de distancia. Eso equivale a unos seis metros. De paso, dicen los que saben, no es mala idea levantarse, estirar las piernas y tomar un poco de agua; si uno está bien hidratado, también lo están los ojos. La Universidad del Estado de Oregon tiene un PDF sobre esto (https://ehs.oregonstate.edu/sites/ehs.oregonstate.edu/files/pdf/ergo/20_20_20_rule.pdf). Veinte segundos es el tiempo que le lleva a los ojos relajarse, pero si son más, no pasa nada. Y si es cada media hora, supongo que tampoco. En todo caso, eso de pasarse ocho meses sin mirar de lejos afectó mi vista, luego de tantos años invicto frente a las pantallas. Siempre hay una primera vez.